Un bote de cerveza,
si lo ves simplemente,
después de ser doblado y consumido,
pudiera ser solo una lata
sin más fin que caer en la apatía
del frío reciclaje.
Pero si es, en concreto,
de Estrella de Levante,
su típico color, verde oliva,
y sus clásicas letras,
hacen que sea un objeto
que pudiera evocarnos un recuerdo
muy cotidiano en nuestra tierra.
Pero tal vez sea el efecto
de la dulce cebada,
y no los atributos del envase,
lo que me llama la atención
cuando la tengo entre mis manos,
y, cual perro de Pavlov,
asocio, por un simple conductismo,
el objeto y el deseo.
Aunque no es este caso
el que os vengo a contar en estas líneas.
Encerrado sine die,
por avatares del destino
que todos conocemos,
lata en mano, mirada soñolienta,
no ha sido el tacto del objeto
ni su diseño familiar,
siquiera ese sabor reconocible
o el paladar acostumbrado
lo que viene a mi mente
cuando cojo la lata en la despensa.
Ha sido un pensamiento
sobre aquellos recuerdos
-los eternos amigos, la familia-
y, a veces, solamente,
el silencio interior en cualquier plaza
mientras el bullicioso trajín a nuestro lado
de tantos viandantes
apenas importaba.
Y la melancolía se hace dueña
del pálido momento
en que un envase de hojalata
deja de ser un simple objeto,
y se transforma, por extraño
que pueda parecer,
en un cuenco sagrado,
en un reducto mítico
que ni el peso insoportable
de estas cuatro paredes,
ni el tacto gélido del vaso
que ahora con fuerza sostenemos,
podrán jamás arrebatarnos.