Hanna es tan solo un nombre,
una definición, un gesto,
un impacto de pluma que se expande
perdido entre la brisa y su burbuja.
Y si además del nombre
se muestra su figura en la pantalla
-Hanna- se hace cuerpo
más allá del pixel o la huella.
Y se convierte en la frontera de lo ignoto,
en el límite mágico que a veces se conforma
al brillo de una imagen.
Ojalá esa esfinge,
esa bóveda de labios,
se torne, en otros ojos,
en el vocablo vivo
que sea capaz de, sin tocarle las pupilas,
atravesar el vientre de sus párpados.
Y así –Hanna-
te condenses del “byte” a la ternura
del timbre de la estrofa,
hasta llegar a ser, al menos,
la auténtica nostalgia de ti misma.