Una y otra vez las manos
golpean decididas
la ingravidez perfecta de la roca.
Una y otra vez nos resistimos
a ver de nuestro esfuerzo lo imposible
de pulir cada piedra y sus aristas.
Porque somos nosotros
los que por cada golpe
quedamos modelados
por el puño y la herida.
La piedra se convierte en el cincel
y nosotros en mármol
que a cada soplo se desgaja
en otra esquirla más de sufrimiento.
Tú,
roca madre del mundo,
eterna levedad que nos golpea,
que nos hace sangrar toda pestaña
y todo ombligo guiña sin remedio,
vertébranos callada,
paciente y decidida,
como buen artesano que aun espera
el fruto de la carne.
Convierte este desmayo en alimento,
la sed en agua viva
que brote profundísima y liviana
de nuestro yermo corazón de piedra.